Los rayos del sol se penetreban entre las cortinas de seda azul turquesa, era un sol tibio, agradable que no te hacia sofocar. Aún así tenia varios mechones de pelo oscuro y rizado pegados en el cuello y en los hombros, me pasé una mano cálida por el pecho y el vientre, todo sin abrir los ojos, respiré y el aroma del jazmin me hizo estremecer, era mi olor favorito.
Giré la cabeza hacia un lado y llevé la mano hacia mi lado derecho, sabiendo lo que me iba a encontrar, mis dedos recorrieron una piel suave que se estremeció bajo mi tacto, sonreí de manera apacible, sin remordimientos. Y al fin abrí los ojos: un hombre de unos 30 años, de piel color miel, pelo rizado y con una hermosa tonalidad color oro oscuro, tenia un perfil masculino pero equilibrado, la espalda fuerte, igual que todo el por entero, sin resultar exagerado.
El hombre abrió un ojo y luego otro, mostrando la oscuridad de ellos, el también sonreia, pero habia algo en su mirada, algo de tristeza tal vez, algo de intuición y de miedo. No, no era por acostarse con la Reina de Francia, el era el único, el era especial, ell me queria.
Apoyé el codo sobre la cama mullida y le observé el rostro, Louis Lully me habia conquistado hacia ya un año, en una fiesta de disfraces, y se habia enamorado de mi sin saber quien era yo realmente, se habia enamorado de una mujer casada pero triste, de una mujer con mirada de hielo que no s elo puso nada fácil, al final, yo me habia rendido.
Incliné la cabeza hacia el y le besé los labios, despacio, memorizando el contacto, cada milímetro de su piel. Puse la palma de la mano en su mejilla y le miré lo que parecia una eternidad.
- Claude.... - susurró con la voz acongojada.
El sueño se habia terminado, debia terminar. No era por mi, era por mi pueblo, no queria que mis cuidadanos sintiesen verguenza de su Reina, no queria que sintiesen verguenza de un Rey al que su mujer le era infiel, aunque el mismo fuese el mayor pecador de toda la orbe. Fue entonces que endurecí mi gesto, fruncí los labios y las cejas y mi mirada azul ya no tenia nada de aquel brillo.
- Claude.... - volvió a repetir el. Me erguí completamente, me puse un camisón transparente con bordados de plata y pisé el suelo frio de la habitación, mis pasos fueron incoscientemente al pequeño piano blanco adornado con flores rosas y pajaros dorados. Me senté y mis dedos empezaron a tocar una melodia. No le veia pero sabía que el estaba mirandome fijamente, con su cara de sufrimiento y resignación.
- Louis, sabes que tarde o temprano esto sucederia - dije con voz gélida - La corte, el mismo pueblo sospecha de esto, y por tu bien y el de todos, esto debe acabar.
- ¡Mi amor! Sabes que es imposible, yo te quiero mas que el mismisimo Rey....
- Louis....cuida tus palabras, soy su esposa y como tal le debo respeto, ademas de quererle, aún. No me lo hagas mas dificil - le estaba invitando claramente a que se marchase. Cualquiera diria que era cruel e insensible, nada mas lejos de la realidad, estaba aguantandome las ganas de llorar, mas ese no era comportamiento ejemplar para una persona de mi rango - Vete.
Oí una queja, una especie de sollozo, el movimiento de unas ropas y unos pasos. El aún esperaba mi arrepentimiento, pero ese arrepentimiento nunca llegaría.
- Y por favor, intenta pasar desapercibido. No quiero revuelos aquí - Un portazo y me derrumbé, cerré los ojos con fuerza para retener las lágrimas que estaban a punto de caer por mis mejillas. Respiré hondo varias veces. Realmente me habia encariñado demasiado con Louis, tanto que casí conseguía amarle mas que a mi propio esposo. Y eso sería el peor error del mundo, habia unas leyes, unas reglas, y yo estaba sujeta a ellas con toda la fuerza del mundo.
Las doncellas no tardaron en entrar y vestirme, mientras yo permanecía con los ojos vagos y el rostro pétreo. ¿Qué pensarían ellas de mi? Oh ellas eran tan libres.... y ala vez, ellas podian hacer tan poco.
Una vez vestida, salí a recibir a mi Rey, siempre sentia esa especie de cosquilleo cuando iba a verle cada mañana, todavia, despues de años, después de un hijo, después de tantas infidelidades, aún así, seguía enamorada de el. Una vez fuera, ante todos, ya no era esa mujer débil y enamoradiza, era ya una Reina, en todo sentido. Me incliné hacia delante saludando a mi marido, con una mirada directa y una sonrisa ladeada, casi picarona que prometian el cielo y la tierra.