Perdido en sus pensamientos y sentado en su trono real, de respaldo de madera de roble macizo y de casi dos metros de longitud, se hallaba el rey de Francia. François esgrimía su cetro, ribeteado de rubíes. Se perdió en el color de éstos, en su forma, antes que en la ridícula conversación que estaba teniendo. Más bien un monólogo de una Duquesa de la cuál no recordaba el nombre. Si bien sabía que era proveniente de Italia y eso le interesaba. Las artes y letras afloraban de aquel territorio.
— ¿Está de acuerdo, majestad?
— ...Por supuesto. —tardó un instante en recobrar el aliento para pronunciar aquellas dos palabras en un italiano poco pulido. Ni siquiera sabía con qué estaba de acuerdo, exactamente, pero seguramente sería con algún tipo de comentario mordaz de temática política. Lo único que conocía de ella era su obstinado recelo en contra de la corona española, que era solterona y que bajo aquel manto de seda lapislázuli escondía una calva más que incipiente. ¡Era conocedor de su alopecia y no de su nombre! Qué barbarie, ¿no?
Se puso en pie y, dejando el cetro a un lado momentáneamente, comenzó a frotarse las manos a la par. Símbolo de la impaciencia, o más bien de la paciencia que no poseía, que nunca había poseído. Si aquella dama buscaba alojamiento lo tendría, era tan fácil como pedirlo. O que al menos intentase convencerle sutilmente de otro modo menos aburrido y más distendido. Bastante tenía ya con la política, las guerras, el interés y los países colindantes. Día a día. Enrique, Carlos, demás monarcas cuyo territorio no le interesaba… bueno, ¿qué podía decir? La rutina del rey de Francia.
— ¿Y bien? ¿Qué tal por la capital del Imperio? ¿Ha surgido ya algún nuevo elemento arquitectónico? ¿Algún pintor con talento refrescante? ¿Nuevos escritos de astronomía, ciencias, cualquier tipo de materia con algún regustillo a… conocimientos? —Se acercó a ella, con el propósito de mirarla más de cerca, y detenidamente. La mujer, de pronto intimidada, retrocedió un par de pasos. Cuando se dio cuenta de su error y del feo que le estaba haciendo al monarca ante ella, lo enmendó y dejó brotar de sus labios mil y un perdones.
— No estoy en condiciones de contestar a sus preguntas, majestad, no me hallo involucrada en temas artísticos o literarios. —lo que la ya madura Duquesa no sabía era que aquella retahíla de preguntas era un arma de doble filo, una prueba de fuego. Ella había venido pidiendo estancia, pues le esperaba un largo viaje en el que Francia tan sólo era una parada.
— D’accord. —era todo lo que el rey François necesitaba saber. Guardó silencio antes de proseguir momentos después— Espero visita, sólo podrá repostar en este castillo una noche. Y dormirá con todas sus damas en una sola sala. —Nadie que le conociese y le hubiese mirado a los ojos, hubiese dudado de que mentía. Efectivamente no esperaba visita alguna. Creyó conveniente castigar de alguna forma la incultura de la señora que se hallaba ante él.
Se giró, y echando una mirada a sus espaldas acompañada de un somero gesto de cabeza, Brenánche dio un paso al frente. François se permitió el recrearse con la vista de los tirabuzones caprichosos de la muchacha sirvienta perdiéndose entre los desdobles del vestido sobre su busto.
— Brénanche, acompaña a la Duquesa y a sus damas a sus aposentos. —ésta asintió, y se encargó de llevar a cabo la orden. Cuando el castillo quedase en penumbra y todo el mundo yaciese en sus lechos, quizás François se dejase caer por sus aposentos para darle una merecida recompensa por tan leales servicios.