Los rayos del sol iluminaban ténuemente la estancia. La noche había quedado atrás y el cantar de los pájarons anunciaba un nuevo día. Me levanté de la cama, llevándome las sábanas conmigo, pegándolas a mi cuerpo desnudo, sin importarme si se arrastraban o no por el suelo. Caminé con paso firme hasta la cómoda, sentándome frente al espejo y observando la imagen que allí se dibujaba. Podía ver una chica de cabellos castaños, ojos grandes y piel de porcelana. Una chica muy parecida a mí, pero que en absoluto era yo. Una joven que era la sombra de la poderosa mujer que una vez fue. Una muchacha acabada, que luchaba por recuperar todo lo que le pertenecía por derecho. Y que lo conseguría, sin importarle el precio que tuviera que pagar por ello o el tiempo que le costara.
Poder. A eso se reducía todo, poder y dinero. Una sociedad caprichosa y egoísta en la que no eres nadie si no tienes un título y una gran fortuna que te respalde. Una sociedad movida por el interés, en la que valores como la amistad poco o nada importa. Una sociedad interesada, cuyas relaciones se basan en satisfacer los deseos de una persona. Una sociedad en la que priman tus propios intereses y en la que nadie mira por nadie. Y por supuesto, yo no iba a ser la primera en hacerlo. Poco o nada me interesaba a mí el porvenir de nadie, a no ser por supeusto que esa persona interfiriera en mis planes. ¿Egoísta? ¿Egocéntrica? ¿Puede que narcisista? Quizás sea todo eso, pero no me importa lo que la gente opine de mí. Tengo claro mi objetivo y no permetiré que nadie, absolutamente nadie se interponga en mi camino.
Sonreí de medio lado y acaricié mi cabello, desordenándolo un poco y clavando mi mirada en el reflejo del hombre que había sobre la cama. Un cuerpo marchito, propio de un hombre mayor. Desnudo y todavía con restos de sudor por toda su piel, una piel cubierta por arrugas que se han ido formando con el paso de los años.Un hombre en decadencia y un amante pésimo, pero extremadamente conveniente. Un hombre poderoso e influyente que me ayudaría a recuperar mi posición social y mi fortuna, mi reputación y mi vida entera. Era más que notorio que no poseía la fuerza ni la pasión que transmite un cuerpo joven, ni siquiera la misma resistencia, pero no importaba. No era más que parte de mi plan y no buscaba en él la lujuria que desencadenan el roce de las pieles de dos jóvenes. No había pasión, pero sí mucha atracción. Una atracción que por mi parte era únicamente interesada, no era una atracción física pues jamás pondría mis ojos en el cuerpo de un anciano como él, sino una atracción conveniente, desencadenada por la necesidad de su poder.
Pasé mis dedos por mis labios, arrastrando así las huellas de los besos que había depositado sobre ellos. Él seguía dormido, exhausto por el esfuerzo que su achacoso cuerpo había realizado, pero feliz por ello. Mi cuerpo entero estaba impregnado por sus caricias, por el olor que desprendía y por algún que otro beso. Era cierto que mi amante era un anciano, pero en el fondo, con más o menos años a sus espaldas, era un hombre. Un hombre que necesitaba sentirse como lo que era, que necesitaba pensar que todavía quedaba enn él la masculinidad que atraía a las mujeres. ¿Y qué mejor forma que con una joven amante? En realidad los motivos por los que me llamaba cada noche no me importaban en absoluto. ¿Necesidad de demostrar su valía? ¿Orgullo por tener un cuerpo jóven como el mío entre sus sábanas? Daba igual cuales fueran sus motivos, yo tenía los míos propios. Y esos eran los que realmente importaban.
Me levanté y dejé que la sábana cayera, recorriendo cada centímetro de mi cuerpo, hasta llegar al suelo. La pisé, mientras me dirigía a donde estaba mi ropa. Me vestí de forma lenta, sin prisas y sin detener mi mirada en ningún punto en concreto. En ese momento mi amante despertó y pude ver por el rabillo del ojo como una sonrisa se dibujaba en su rostro, acrecentando así las arrugas que se formaba alrededor de su boca.
-¿Se marcha, querida?-me preguntó en apenas un susurro, acercándose a mí.
-Sí, su Santidad-le contesté mientras notaba que sus manos acariciaban mi espalda todavía desnuda, abrochando lentamente los corchetes del corsé.
-Entonces daré la orden de que os acompañen a casa-añadió.
Había que reconocer que era un hombre extremadamente educado. Todo un caballero y con los pies bien firmes en el suelo. Puede que algo egocéntrico y déspota, pero eso no eran cualidades que a mí me importaran en absoluto, pues no me afectaban en nada. Me limité a sonreír y acerqué mis labios a los suyos para darle un pequeño beso, antes de marcharme por la puerta, dando fin así a una noche en la que habían reinado los besos y las caricias entre las sábanas, los jadeos y los gemidos. Y es que todo, absolutamente todo, llega algún día a su fin pues ell tiempo no pasa en vano, ni concede treguas a nadie. Ni siquiera al Papa ni a su amante.