El frío invierno se posaba en todo el Reino español y dejaba en él la marca helada que los españoles tendrían que soportar durante más de dos meses. El pueblo del Emperador Carlos V, se preparaba para lo que -en pocos días- serían constantes lluvias invernales, frío descomunal y enfermedades agresivas tales como las altas fiebres o los inesperados catarros. Virus dañinos que afectarían a toda aquella población higiénicamente insana e incapaz de conseguir medicamentos que les ayudasen a seguir a adelante. Gente que, a vista del Emperador, debía morir por destino divino.
El frío e incansable viento abatía las entrañas del Palacio de la Alhambra y conseguían despertar el interés de Carlos. Éste, que en un principio preferiría encontrarse ardiendo entre las sábanas de su propia cama, dejaba la pluma con tinta negra de lado para poder dedicarse -durante un par de segundos- a observar la fuerte ventisca que devoraba la ciudad de Granada.
En el interior de Palacio, los sirvientes y demás miembros allí encontrados se movían de un lado a otro. Ejercían un ruido descomunal, logrando así, impedir la concentración del Emperador Carlos quién parecía estallar en cólera de un momento a otro. Era imposible escribir una carta decente con todo aquel escándalo formado. Primero el aire que golpeaba contra las ventanas de su despacho y seguidamente los correteos de los tacones de las damas y los fuertes trotes de los varones de armas. ¿Qué tenía que hacer un Rey para encontrar un poquito de tranquilidad y paz?, ¿acaso tenía que deshacerse de todos aquellos impresentables que no dejaban ni un momento de calma?, no, aquello tenía que detenerse. No podía permitir que tal revuelo se ejecutase día sí y día también. Eso significaba perder autoridad y respeto.
Un largo y notorio suspiro se escapó de la boca del Emperador. A su corta edad, ya había aprendido a comprender lo que significaba ser hombre. Tanto sus padres como sus abuelos se lo habían enseñado. En verdad, más éstos últimos, pues de sus padres no recordaba un lienzo demasiado productivo.
Sus ojos se cerraron un par de segundos, segundos que parecieron horas, y finalmente ambos se abrieron de par en par acompañando a una suave sonrisa de tranquilidad. Increíble, pero parecía como si todos los presentes del Palacio hubiesen escuchado sus pensamientos y se honrasen por hacerle caso. El silencio se acomodó en la sala donde Carlos se encontraba y ayudó a su Musa a volver a la acción.
Su mano se movió con rapidez sobre el papel haciendo que una no muy agraciada caligrafía se tornase sobre éste. Catalina llevaba semanas sin obtener respuesta alguna por parte suya y podía decirse que era hora de complacerla. Sabía los problemas por los que estaba pasando, por la obsesión de su tía ante el deseo del Rey inglés hacia otra mujer. ¿Qué tenía que ver eso con Carlos?, bastante. La deshonra no era plato de buen gusto para Carlos, mucho más viniendo de un Rey parlanchín como lo era el de Inglaterra.
La mano del español se detuvo, la pluma cayó a un lado de la mesa y finalmente la carta se dobló perfectamente de un ángulo a otro de la misma. Completamente igualada por ambos lados. Una vez se hubo metida, con cuidado de no romperla, dentro del sobre, el sello de la casa real perteneciente a la española fue el encargado de decorar como punto y final aquel envío.
La dejó a un lado, expectante, a la misma que su cuerpo se levantaba de aquella silla de madera que tan poco cómoda le parecía. Debía cambiarla, lo sabía, pero casi siempre terminaba olvidándose de comentárselo a sus criados.
Finalmente y con el peso de una reunión junto a sus nobles a punto de comenzar, el español se movió con agilidad por su habitación y salió de él siendo ya acompañado por dos sirvientes que actuaban como escudo. El día acababa de empezar para el joven Emperador.