Amelie Dubois. Cásting.

Luz de luna, estrellas titilantes, y el sonido de risas y música que no iban dirigidas a ella. Con la llegada de la noche, el trabajo de Amelie comenzaba. Era curioso cómo los hombres acudían a los burdeles tras la puesta del sol, como si la oscuridad fuese capaz de disimular mágicamente sus pecados. Irónico e interesante si uno se paraba a pensar en ello. El porcentaje de que asesinatos, traiciones, robos, violaciones, o simples acciones que no estuviesen bien vistas se veía extremadamente aumentado tras la puesta de sol. La oscuridad otorgaba al ser humano una sensación de falsa seguridad, un amparo irreal que la gente aprovechaba para desarrollar sus más bajos instintos. Y como cualquiera, Amelie se sentía más a salvo de noche. Al abrigo de las sombras, de la luz de las velas del burdel, se convertía en una mujer diferente sin la más mínima dificultad. Tras años trabajando en ello, no le costaba en absoluto diferenciar quién era realmente de quién debía ser cuando trabajaba.

Amelie o la señorita Dubois. La dulce y humilde Amelie, que daría sus escasas pertenencias por alguien que realmente lo necesitase; o la altiva y gélida mujer en la que se transformaba para llevar a cabo su trabajo. Para ella, diferenciar quien era realmente de cómo se comportaba trabajando era algo sumamente importante. Adjudicarse a si misma el papel de mujer de hielo, marfil y mármol la ayudaba a no enloquecer. Una vida complicada que dejaba a un lado cuando no trabajaba. Un límite claro y perfectamente delimitado. Pocos eran los clientes que conocían a la verdadera Amelie, y pocos los amigos de ésta que habían tratado con ella cuando el trabajo era su prioridad.

Con la mirada perdida en un lugar incierto de su propio reflejo, acabó de arreglar la cascada dorada de sus cabellos con impecable maestría. Terminó su peinado en un recogido casi imposible a una velocidad asombrosa. Junto al maquillaje que transformaba su rostro en una perfecta máscara de palidez, su apariencia resultaba una imagen ciertamente hermosa. Ojos profundos, mejillas teñidas de un leve rosado que sin duda se acentuaría con el alcohol, labios impecablemente delineados del más intenso rojo. Al fin y al cabo era una criatura de la noche, una mujer que brillaba en la oscuridad con tanta facilidad como un diamante a plena luz del sol.

Con paso tranquilo salió de su habitación, cerrando la puerta tras ella, y bajó las escaleras que llevaban a la zona pública con deliberada lentitud. Una de sus manos sostenía un abanico de un ligero tono rosado, a juego con el vestido de exuberante escote que vestía esa noche. Su nivel económico no podía compararse con el de las clases altas de la sociedad, pero Amelie era capaz de hacer verdaderos milagros con la administración. Con un atisbo de sonrisa que curvaba sus labios, cruzó la estancia sin fijar la mirada en ningún punto en concreto, ignorando las miradas de los allí presentes. Altiva y aparentemente imperturbable.

Se dejó caer con un suspiro inaudible en uno de los sillones dispuestos para tal fin, a la espera de que alguien se acercase a ella. Y eso sucedería. Porque desde que había comenzado a trabajar, no había vivido una sola noche sin al menos una persona que se acercase a hacerle compañía. Pocos eran los que podían pasar por alto la presencia de la elegante, gélida y rubia dama.